La abundancia de “cruceiros” en Bretaña y Galicia, ha hecho pensar a muchos que están relacionados con el mundo celta. El cristianismo habría sacralizado los lugares que, a su vez, habrían sido sagrados para los celtas, construyendo humilladeros en forma de ermitas o cruceiros. Los celtas veneraban a las diosas madres, protectoras de la fertilidad y de los campos, en los cruces de los caminos.
Algunos ven su origen en la Reconquista, cuando al repoblar las zonas conquistadas, los nuevos pobladores los ponían como señal de pertenencia a los cristianos y no a los árabes. Sin embargo, hay que decir que de esa época, siglos X al XII, no se conoce ninguno.
En Castilla son frecuentes los “humilladeros” cubiertos con tejados y paredes a modo de ermitas, dedicadas a algún Cristo, a la Virgen o santo protector. Raro es el pueblo donde no hay alguno.
Las puertas y ventanas de los humilladeros están orientadas hacia la población que se acoge bajo su protección y, además, indicaría a los forasteros que se hallaban en un lugar sagrado y protegido por las fuerzas del bien. El culto se realizaba sólo en fechas señaladas: El día de la Santa Cruz, el tres de mayo, la bendición de los campos, rogativas por las cosechas o contra alguna calamidad, pedir la curación de los seres queridos o en agradecimiento por favores recibidos.
Del “humilladero” o Santo Cristo de la Peña, hoy no quedan restos de ningún género. Únicamente permanece el nombre del lugar donde se encontraba la ermita del Santo Cristo y tres cruces, antes había cinco, y el recuerdo nostálgico de los mayores del lugar.
Como otros santos, tenía también sus cofrades que pedían por el pueblo para contribuir al mantenimiento del culto y de la ermita y para que la lámpara estuviera siempre encendida, tanto en invierno como en verano.
Cada viernes santo, después de los oficios religiosos, los vecinos que habían contribuido con sus donativos, que eran casi todos, acudían a la casa del mayordomo a recibir el pan y el vino de la caridad. Se sacaban los mendrugos de pan, un cuarto de hogaza de unos 250 gramos, en unas bandejas de mimbre, y se daba a beber el vino en unas jícaras de plata con dos asas y adornadas con figuras de santos, llamadas bernegales, que pertenecían a la iglesia.
A los terrenos más cercanos a la ermita, los del lugar los llaman todavía “el Millaero”, claro vulgarismo de “humilladero”.
Al fondo de la ermita, sobre un altar, destacaba la figura de Cristo crucificado. En medio de las dos puertas tenía una ventana con una reja y tela metálica y, delante, junto a la pared, por fuera, a lo ancho de la ventana, se hallaba una piedra como si fuera un escalón, donde los niños nos arrodillábamos para rezar el Padrenuestro y algunas personas mayores se sentaban a descansar y musitar alguna oración o jaculatoria.
Todavía hoy las personas mayores guardan una veneración especial cuando pasan por el lugar donde se hallaba la ermita. Algunos se santiguan o descubren la cabeza en señal de respeto, lo mismo que hacían en otro tiempo. A los niños nos enseñaron que, cuando pasáramos por delante, lo hiciéramos en silencio y rezáramos algo. Era un lugar sagrado.
Al lado derecho del Cristo, día y noche ardía una lamparilla de aceite que le daba un misterio especial. Viniendo por el camino de la Vídola, desde el teso de las “Majaditas”, por las noches, se veía parpadear la lamparilla como si fuera un pequeño faro que guiara a los caminantes. Algunos afirman haberla visto arder por la noche desde unos cerros de Monleras.
A los rezagados en las faenas del campo u ocupados con los animales y a los pastores, que pasaban la mayor parte de las noches con las ovejas en el campo, el parpadeo de la lucecilla, en las noches oscuras y frías, les hacía sentir la cercanía del hogar y de la familia, reunida alrededor del fuego.
El Santo Cristo de la Peña tenía fama de milagrero entre los pueblos cercanos. Creían con fe ciega que curaba toda clase de enfermedades y remediaba los males físicos y espirituales de las personas. Testimonio de todo ello daban los innumerables exvotos colocados en uno de los rincones de la ermita.
Cuentan, y contaban los viejos del lugar, que las romerías atraían a innumerables peregrinos a celebrar la fiesta del Cristo, el tres de mayo, día de la Santa Cruz. Unos venían a solicitar sus favores, a cumplir una promesa o por agradecimiento, otros simplemente a pasar un día de fiesta y reencontrarse con familiares y amigos.
La víspera, por la tarde, a partir de mediodía, el bullicio de la gente, que provenía de los pueblos cercanos, llenaba los caminos que conducían al pueblo. Venían familias enteras, con sus niños, jóvenes y mayores, unos andando, otros en caballerías o en carros tirados por vacas y bueyes.
A los animales y a los carros los aparcaban en la explanada que hay detrás de la ermita, en el “ Coto Rapado” y allí, en los carros o en el suelo, envueltos en mantas y “jergas”, a la intemperie, a la luz de la luna y las estrellas, pasaban la noche quienes no tenían familiares o conocidos que les acogieran en casa.
Antes de la puesta del sol, con gran devoción, se rezaba el “rosario” y a continuación se hacía el “vía-crucis” alrededor de la ermita, leyendo las estaciones delante de las cruces de piedra que la flanqueaban . Algunos, llevados por su fervor, o por cumplir alguna promesa o en agradecimiento de alguna gracia recibida, iban con los pies descalzos, e incluso daban determinadas vueltas de rodillas sobre el suelo desnudo y frío, lleno de guijarros y arenillas.
Por la mañana, a las doce, venía en procesión el pueblo rezando las letanías de todos los santos con el cura y, al frente ,dos mozos portaban ambos pendones, que sólo se sacaban los días más solemnes. Los asistentes se mezclaban unos con otros, tomaban sitio lo más cerca posible de las puertas de la ermita, ante la imposibilidad de acceder a ella, para seguir la función litúrgica. Unos permanecían de pie a la intemperie y la mayor parte se arrodillaba en el suelo, según pudiera.
Al terminar la misa, después de la bendición del cura oficiante, se guardaban unos minutos de silencio para que cada uno pidiera en su intimidad por sus necesidades o de sus familiares más cercanos. No era infrecuente, en medio de aquel silencio sepulcral, escuchar el sollozo contenido a duras penas de algún asistente, o ver limpiarse las lágrimas que le rodaban en silencio a más de uno.
A continuación, se sacaba el Cristo. Todos se santiguaban al verlo aparecer y doblaban su rodilla en el suelo en señal de reverencia y respeto, con la cabeza descubierta los hombres, y se ponía en marcha la procesión. Al frente de ella iba el Cristo flanqueado por los dos pendones y detrás el cura oficiante, con los monaguillos agitando los incensarios y, más atrás, todos los asistentes en respetuoso silencio y contestando con un ora pro nobis a las invocaciones del sacerdote. La procesión llegaba hasta la explanada del Coto Rapado o hasta la ermita de Santa Isabel y allí daba la vuelta hasta el punto de partida.
Al llegar de nuevo a la ermita, junto a la entrada, se volvía el Cristo hacia los fieles y el sacerdote impartía la bendición a los asistentes con un crucifijo más pequeño que estaba sobre el altar. La función religiosa había terminado. La ermita permanecía abierta hasta la puesta del sol para que los fieles pudieran acercarse a rezar privadamente. Los romeros emprendían entonces el viaje de vuelta después de comer para que no les sorprendiera la noche en el camino.
Y de nuevo los caminos se llenaban de carros y de gente y de voces alegres que se despedían hasta el año próximo, con la confianza puesta en el Cristo de la Peña, que les solucionaría sus problemas… Todos se volvían contentos, con paz en el alma y la alegría en sus rostros y en sus ojos. Algunos amenizaban el regreso con cantos y otros con el sonido dulce y melodioso de la flauta y del tamboril.
Pero en el siglo veinte, con los cambios sociales y de costumbres, los peregrinos fueron dejando de afluir y la memoria del Cristo milagrero se fue perdiendo y quedando en un recuerdo borroso, cada vez más lejano.
En 1960, por razones económicas, al parecer, y no poder corregir los desperfectos causados por el paso del tiempo y la incuria de todos, en vez de arreglar la ermita, fue derribada y se vendió el Santo Cristo a un anticuario por unas cuantas monedas.
Hoy se yerguen, como centinelas y testigos mudos del tiempo y de la incuria, sólo tres cruces de piedra, acusadoras y silenciosas, dando testimonio de un pasado lejano y cobijando bajo su protección a cuantos, agobiados por los achaques y problemas, vuelven hacia ellas sus ojos esperanzados. Es de esperar que no corran la misma suerte que algunas otras y terminen formando parte de la pared de alguna finca cercana.