Nuestro pueblo era uno entre tantos en la jurisdicción de Ledesma hasta el siglo XIX, pasando desapercibido y siempre dependiendo de otros más importantes en población y economía, pero no era así, sin embargo, en cuanto a su importancia religiosa en la comarca. Antes, al contrario, fue uno de los más importantes, llegando a ser considerado para la diócesis, como centro de influencia y de irradiación religiosa entre los pueblos cercanos.
De la Peña dependían, como anejos, La Vídola, Valsalabroso, Las Uces y Villar de Ciervos (Samaniego). La Peña era como un arciprestazgo del que dependían estos pueblos en el plano eclesiástico, tanto espiritual como administrativo para el cobro de los impuestos eclesiásticos de los diezmos y primicias. A tal efecto, en el lateral norte de la iglesia, en la plazuela de la escuela antigua, se encontraba La Cilla, un local anejo a la iglesia, hoy desaparecido, donde se recogían los tributos eclesiásticos del pueblo y de los que dependían de él.
En el aspecto religioso, La Peña era el lugar elegido por el obispado, donde se reunían, cada ciertos años, los niños y jóvenes de los pueblos vecinos que querían recibir el sacramento de la Confirmación. Así consta en los archivos del obispado en documento firmado en la parroquia del pueblo el 21 de octubre de 1672, haciendo constar que unos 60 jóvenes y niños, de ambos sexos, se reunieron en La Peña para recibir dicho sacramento de manos del obispo.
El obispado siempre consideró a La Peña como centro de irradiación religiosa por la importancia de sus cofradías y peregrinaciones. De los pueblos vecinos acudían en romería el tres de mayo innumerables peregrinos a solicitar los favores milagrosos que se atribuían al Santo Cristo de La Peña, según contaban los más ancianos del lugar. Ese Cristo milagroso se hallaba en la ermita del mismo nombre, ya desaparecida.
Era tal afluencia de peregrinos, que la llanura del Coto Rapado, detrás de la ermita, se llenaba de carros y caballerías de los romeros que acudían de fuera, ya desde la víspera, y pasaban la noche al raso, si no encontraban quien los acogiera en el lugar, entre plegarias, cantos y el alboroto de los jóvenes y de los niños.
De la ermita se encargaban los hermanos de la cofradía de la Vera Cruz. Después de las celebraciones del día de la Veracruz, se procedía a repartir entre todos los cofrades el pan de la caridad y el vino, servido en unas tazas de plata con dos asas, llamadas bernegales.
Casi todos los santos de la iglesia tenían su cofradía. Y es a partir de mediados del siglo pasado, con la emigración a las ciudades, entre otras causas, cuando van languideciendo, hasta desaparecer por completo. De las últimas en extinguirse fueron la del Corpus, que desapareció en la segunda mitad del siglo pasado, y la de San Antonio, santo al que se tenía gran devoción en el pueblo, por aquello de proteger a los animales domésticos.
Pero las más importantes desde el siglo XVI fueron, sin duda, la de Santa Isabel, la de La Vera Cruz , la de la Virgen del Rosario y la de las Animas. De estas cuatro se conservan los libros en el Archivo episcopal de Salamanca y abarcan desde mediados del siglo XVII a finales del XVIII. Habrá que ver si aparecen los posteriores.
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