El primer Libro de La Cofradía de La Vera Cruz comienza en 1688 y finaliza en 1749. Comienza con Francisco Castilla e Isabel Martín, su mujer, como cofrades. De La Peña se contabilizan unos 40 cofrades y en 1720 hay 75, más hijos y nietos, que daría una cifra de más de 200 personas.
Pero también forman parte de la cofradía 24 personas de Cabeza del Caballo y que en 1680 ascienden a 40, de Fuentes de Masueco 30, de La Vídola 17 y de otros pueblos, a los que hay que añadir igualmente, esposas, hijos y nietos, si los había.
Esta cofradía recibe de renta anualmente 56 reales de una cortina que le dejó María Mrnz. ( Martínez?) en 1720, sita en el Tumbaero, que linda con otra de Santiago Sanz, de Masueco; y tiene, además, otra cortina en el mismo sitio que linda con otra de Santiago Gonz ( González?) del lugar del Milano y con otra de Pedro Rascón, vecino de Salamanca, y por la parte de abajo linda con otra del seminario de Masueco.
El Catastro de la Ensenada, de 1753, dice que tiene otra cortina en la Fuente de la Lastra ( La Fuentita?) que linda con otra de la capellanía de Masueco, que goza D. Nicolás Sandín, presbítero de Masueco y al poniente con calle Real y con casa de D. Alejandro Sierra, presbítero de Pereña. Le pertenece también una casa que tiene una carga anual de dos misas rezadas en La Peña, cuya limosna son seis reales de vellón (22).
Además, recibe rentas fijas del pueblo de Robledo, que le dejó Lázaro Castilla, con cargo de dos misas anuales de ocho reales de céntimo.
En el libro se enumeran otras donaciones de cofrades, del pueblo y de fuera. Llama la atención el donativo de una persona anónima de 84 reales para el “sanatorio de un niño y caridad”, haciendo referencia a la fe que se tenía al Cristo milagrero de la ermita, también desaparecido.
Fruto de la piedad y devoción que inspiraba a los fieles eran los exvotos que, en agradecimiento, ofrecían al Cristo de La Peña y que se podían ver en la ermita hasta los años cincuenta del siglo pasado. Otras donaciones que recibe la cofradía es “el canastillo”, sin decir en qué consiste, si en dinero o en especie como, grano o legumbres, y las contribuciones periódicas de los cofrades.
Entre los gastos de la cofradía, además de la cera para velas y aceite para la lámpara que lucía día y noche en la ermita y que se veía desde distintas partes del término por las noches, destacan los “gastos en vino para lavar a los hermanos penitentes” y otos menesteres.
Parece que se trataría de penitentes que se autoflagelaban como penitencia para cumplir alguna promesa en algunas fechas, como el Viernes Santo o el día de la Cruz de mayo, o de la Exaltación de la Cruz del 14 de septiembre, como se hace todavía en muchas partes en Semana Santa, a los que había que curarles las heridas.
También se enumeran los gastos en pan para los hermanos, que se repartía el día de la fiesta entre los cofrades, después de terminar los oficios.
Cruz y bases de otras que se conservan en el lugar donde estuvo ubicada
la ermita del Santo Cristo
Como consecuencia de la visita pastoral y aprobación del Libro de la Cofradía, el obispado manda “que el sacerdote cuide del ornato de la iglesia y no permita revestir a los santos con ropas ridículas y profanas”. Además le manda que cuide que los fieles santifiquen las fiestas, que impida los bailes nocturnos y las reuniones de uno y otro sexo. Finalmente le recomienda que se reparen las ermitas de La Cruz y Santa Isabel, y que la de la Magdalena está indecente y ruinosa.
El segundo libro de la cofradía va desde 1814 a 1851, siendo párroco Don Julián Hernández. Está muy incompleto: de 1851 salta a 1919 y se cierra en 1977, siendo párroco de la Peña Don Juan José Herrero Ullán, de Pereña.
Hasta los años 70 del siglo pasado, el día de la Santa Cruz, después de la misa, el mayordomo de la cofradía repartía a todos los cofrades un mendrugo de pan (un cuarto de hogaza) y un trago de vino servido en bernegales de plata, que eran unas tazas de metal con dos asas. Los Bernegales parece que ya no se conservan, lo mismo que el Cristo que se encontraba en la ermita y tenía fama de milagrero.
En esos últimos años, todo el pueblo pertenecía a la cofradía y hacía sus aportaciones para los gastos.
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